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El viernes 13 de marzo del pasado año, sobre la una del mediodía, cabizbajo y muy disgustado, me encaminaba a un bar donde habitualmente leía el periódico; era mi acto de rebeldía y nada ni nadie iba a cambiar mis hábitos. Cuando una hora más tarde regresé a casa, ¿dónde habían quedado mis hábitos? Yo encerrado en mi casa, como un coche encerrado en su garaje. De una a dos y de siete a ocho me escapaba a la terraza para andar los once metros que tiene de largo. Habituándome a la “otra normalidad”.

              Lo siguiente fue estar atento a las noticias de la pandemia hasta convencerme de lo contraproducente que era para mí. Estas reacciones, seguramente, han sido comunes a una gran mayoría. Después, cada uno hemos intentado gestionar nuestros miedos, fobias y frustraciones como hemos podido. Y hemos comprobado que no estábamos hechos para la frustración y, más aun, para frustración sobre frustración. Eclesiastés nos da buenas pautas.

              El sentido común nos hizo volver nuestra mirada sobre la vacuna, lejana; diez o más años nos decían. Los medios de comunicación, con la mejor intención, nos hablaban de los progresos en la investigación a fin de darnos algo de esperanza.

              El final de la primera ola nos hizo creer que… ¡ya! Luego vino la segunda ola y el ya, resultaba que todavía no. Los políticos encargados de la gestión de la sanidad y la economía eligieron su opción. Y, por fin, llegó la tan ansiada vacuna. Un optimismo generalizado nos hizo creer que el bicho era pan comido, que se podía correr ciertos riesgos sin que el mundo se viniera abajo. Pero llegó la tercera ola y ¡no!, resultó que el mundo sí se viene abajo.

              Pero ¡si ya tenemos no una, ni dos, sino tres vacunas! (la tercera ya está para autorizarse), y el desasosiego se nos cae encima como cubo de aguas sucias. Las primeras, pocas, como una muestra, llegaron en fin de semana y se pusieron el domingo por la mañana para fotografiarse los políticos. Las siguientes qué decir, pues en unas comunidades se tomaron más interés y en otras menos, justificándose en victimismos imaginarios que recordaban a la mujer rencillosa de Proverbios. Después la nevada y los aeropuertos; ahora Pfizer y problemas en los laboratorios. Y qué será lo siguiente, aparte del incremento exponencial en contagios, ingresos hospitalarios y UCI’s que ya estamos experimentando, porque algo más nos sobrevendrá antes de la inmunización de rebaño, digo yo.

              Los más responsables y solidarios cumplieron con prudencia las restricciones impuestas -y las no impuestas- durante la Navidad. Y los más irresponsables ni sienten ni padecen. Seguro que los responsables son los que más intensamente padecen la frustración y la angustia. Incluso miedo por sí mismos y por los suyos, hijos, nietos, padres o hermanos. Sin querer o queriendo, ¿cuántas ilusiones rotas? Y cuánto sufrimiento.

              La pandemia se deja notar en todos los hogares, pero en unos más que en otros, donde ha entrado la enfermedad e incluso la muerte de seres queridos. Mucho más, cuando el único sueldo que entra en la casa depende de un ERTE, o termina en un ERE. Cuando trabajando en la economía sumergida se quedan sin trabajo. Cuando siendo autónomo, la crisis que ha traído, se le lleva su pequeña industria por delante. O cuando hay que elegir entre el alquiler, la factura de la luz o comer. Cuando no hay clases y hay que buscar a alguien que se quede con los niños. Cuando hay que comprar mascarillas de uso obligatorio y no llega. Vamos, que “la manta se nos queda corta”. También a esto me refería con: frustración sobre frustración. Me viene a la mente la frase del apóstol Pablo (hablando de otra cosa) que decía: Y para estas cosas, ¿quién es suficiente? Quién no se desmorona. A quién no se le rompen las ilusiones. A quién no se le rompe la esperanza.

              Desde Misión Evangélica Urbana sólo llegamos hasta donde el Señor nos permite llegar. Y nos asombra lo muchísimo que él hace cada día. Y nos asedia, también, el anhelo de poder llegar a todo. Y la necesidad de volver cada día nuestro corazón y nuestro clamor a Dios.

              Este fin de año me vino muy bien una lectura en Eclesiastés 7:13-14 (V.M.) que dice así:

“Considera lo que hace Dios, porque

¿quién es capaz de enderezar lo que torció?

En día del bien, pues, se gozoso;

pero en el día de adversidad, considera;

pues que Dios ha hecho tanto lo uno como lo otro,

a fin de que el hombre no halle, fuera de él, nada".

 

              Sólo con el ejemplo de nuestras vidas y el testimonio del Evangelio podremos persuadir al mundo de que Eclesiastés tiene la razón. Que el que le busca, le hallará; que al que le llama, le abrirá; y que al que le pide, le dará. Pretender convencer de eso, mientras busquemos, llamemos o pidamos, nosotros mismos, en otro nombre, o en el nuestro propio (yendo “a nuestra bola”), demostrará lo lejos que andemos del camino estrecho y de la puerta estrecha, y nuestra ineficacia.

              En el relato de Lc. 22:31-34, el Señor Jesús ha estado orando por Pedro antes de anunciarle la negación y, sabiendo Jesús lo que iba a suceder en el patio del sumo sacerdote, le dijo: y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos. Una vez vuelto. ¡Cuando vuelvas! Acaso podía decirnos el padre del hijo pródigo, cuando nos desviamos del camino, otra cosa que no fuese: un ¡cuando vuelvas! Siempre a la espera de nuestra vuelta. Pues, eso, una vez vueltos, seamos un ejemplo eficaz.

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