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Seguramente los países emisores de turismo hacia España tengan sólidas razones para obrar así; no tenemos por qué pensar que estén sólo tratando de preservar su turismo interior para reforzar su economía. No hay que ser malpensados. Aunque también a nosotros, en un principio, se nos sugirió reforzar ese turismo interior. Pero no.

Treinta y tres días, sólo. Será culpa de Fernando Simón, digo yo, para no ser menos que otros. Serán el estado de alarma y el confinamiento… moscas a cañonazos. Que nos dejen a nosotros que somos los que estamos pegados al territorio y sabemos lo que hay que hacer. Otros dicen: que nos dejen a nosotros, que en dos patadas… lo arreglamos.

Que rico es el lenguaje. Porque eso ha sido exactamente lo que ha sucedido. Dos patadas.

Que los rivales económicos nos la quieran jugar, es de suyo. El mercado lo hace todas las mañanas. Y nosotros, si podemos, también. Pero si se lo ponemos a capón no es culpa de nadie sino nuestra.

Treinta y tres días para demostrarle al mundo que, tras tanto sufrimiento, no hemos aprendido nada. Para enseñarle a nuestros hijos que da igual. Que todo da igual. Que el dolor no tiene provecho. Que es lo mismo aprender que enguarrarse, en el sentido de lo que la Biblia llama perlas a los cerdos.

Como españoles no somos tan diferentes del resto de la humanidad. Seguro que no somos ni mejores ni peores. Pero lo de escarmentar, que mal lo llevamos. Y 2ª de Pedro 2:22 dice que el perro vuelve a su propio vómito. Qué impresionante la descripción que hace la Biblia acerca de la condición humana.

Ya no se oye hablar de las colas del hambre, ni del fin del estado de alarma. Ahora se habla de la T4, culpable de que nos pongan la mascarilla. Las aglomeraciones en el transporte público, ni se comentan. Lo de los rastreadores, ya se solucionará. La contratación de personal sanitario, en verano ni hablar. ¿Nos damos cuenta de que todo da igual? Nuestra actitud frente al coronavirus ha desmentido la preocupación ecologista de la que nuestro mundo pretende hacer gala. Y ni nos avergonzamos.

Acabo de escuchar las celebraciones en Sabadell del ascenso de su equipo a segunda división. Celebraciones callejeras absolutamente descontroladas. Ni siquiera el campeón de la liga de futbol de este año lo ha hecho. Las autoridades locales se han quejado, pero no lo han impedido. Como no se impiden los botellones una vez cerrado el ocio nocturno. ¿Hay miedo a decirle a la gente la verdad a la cara? Parece que sí.

Quién echa cuenta de la cantidad de kelis que no podrán recuperar sus trabajos por una juerga estúpida. O de la cantidad de dependientes de comercios pequeños que todavía no han vuelto a abrir y que ya no lo harán. O de talleres, o de autónomos que hacen reformas y chapuzas que no volverán a trabajar. El mundo es injusto y por sí solo genera pobreza. Pero, ¡que se lo pongamos fácil!

Leyendo en el 2º libro de Samuel 18:8, la guerra entre Absalón y David, doce mil muertos en el derrotado ejército de Absalón, nos dice: La lucha se extendió por todo el territorio y aquel día el bosque causó más estragos que la guerra (BLP). La necedad más que el Covid-19, ¿vamos a reconocer ahora?

En treinta y tres días hemos retrocedido cuatro meses en la lucha contra el virus. No los vamos a recuperar en otros treinta y tres días, ni mucho menos. ¡Qué tenga que venir un virus, a ponernos las pilas!

Ya. Y yo. Y tú. ¿Es que no tenemos nada que hacer? ¿Es que no tenemos nada que decir? Claro que nuestra área de influencia es pequeña. Pero nuestra forma de vida, nuestra forma de ser, si es sincera y honesta, si no desmiente a nuestras palabras, tiene el poder del ejemplo. Y el poder del ejemplo es transformador. En todas las esferas de nuestra vida, como creyentes, como ciudadanos, pero sobre todo como ciudadanos creyentes tenemos mucho que poder transformar.

Codicia de empresarios que contratan temporeros en condiciones de vida infrahumanas. Ansias de fiesta, alcohol y otras cosas. Ansias de negocio, a sabiendas de que sólo la mascarilla no nos puede librar de la necesidad de la distancia social. Pero ni somos lo uno, ni lo otro, pensaremos. Podemos ser algo peor, indiferentes.  Indiferencia ante el dolor y el sufrimiento es lo peor que nos puede pasar como sociedad. Cuidarnos es posible sin necesidad de confinamiento, si es que ya no es demasiado tarde.

Alguien se acuerda de los aplausos de las ocho. Del personal sanitario que se contagió y murió intentando curarnos a nosotros. No ha pasado tanto tiempo. ¿Nos imaginamos como sociedad volviendo a las salas de urgencia de los hospitales? Vaya forma más extraña de agradecimiento, pensarían médicos y enfermeras.

Y, si entonces, un médico se acercase a nosotros, con mirada entre asombrada e incrédula, y con tono sarcástico nos dijese aquello de: diga treinta y tres

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